Pocos días después de la llamada Noche Triste, los españoles y sus aliados indígenas liderados por Hernán Cortés lograron recomponerse y reorganizar su ejército tras vencer en la batalla de Otumba. Cortés no se había olvidado de Tecnotitlán y tenía la capital azteca en su punto de mira aunque en esta ocasión la tomaría con una campaña militar en toda regla.
Así, a finales de mayo de 1521, Hernán Cortés comenzó el asedio final de Tenochtitlán. Se cree que lo hizo al mando de un reducido grupo de españoles y decenas de miles de aliados indígenas deseosos de acabar con los opresores aztecas. La lucha fue encarnizada y la resistencia feroz. Tanto es así, que a principios de agosto de 1521, Hernán Cortés intentó varios acercamientos al líder mexica Cuauhtémoc para resolver el conflicto de forma pacífica al prometerle mantenerlo en su posición de líder de los aztecas si aceptaba ser vasallo del Rey Carlos V. Sin embargo, Cuauhtémoc lo rechazó.
Ante la negativa, Hernán Cortés comprendió que la única posibilidad de terminar la guerra era tomar la ciudad por completo y, para ello, lanzar una última ofensiva con la que, tras derrotar a los defensores, se certificó la caída de Tenochtitlán el 13 de agosto de 1521 y, por ende, el fin del Imperio Azteca.
El Emperador Cuauhtémoc trató de huir del lugar a bordo de medio centenar de canoas acompañado por la élite guerrera que quedaba con vida, pero este fue capturado y, cuando los soldados españoles lo llevaron ante Hernán Cortés, solicitó su muerte, petición que Hernán Cortés no le concedió, al menos, en ese momento. Sí la cumplió cinco años después, el 28 de febrero de 1526, al ser considerado un conspirador. Durante el asedio dirigido por Hernán Cortés se cree que al menos 100.000 aztecas perdieron la vida.
La caída de Tenochtitlán supuso un antes y un después no solo en la vida de Hernán Cortés, también en la conquista de América, conquista que se consumó en el último tercio del S. XVI, pero eso, es otra historia.